Parto

Te tiemblan las rodillas. No podés explicarte cómo tanto sudor cabe en tu cuerpo, sentís que vas a desmayarte. Su mano aprieta tanto la tuya que parece que va a reventar.

Los gritos en cada contracción hacen crujir cada hueso de tu cuerpo.

Con el último aullido ella la expulsa llena de sangre. La sacás del agua con tus propias manos. La pequeña llora, llora su llegada, el dolor de sus pulmones recibiendo la primera bocanada de aire. Sentís el latido de su corazón cerquita del tuyo. Podés escuchar su voz en tu cabeza diciéndote su nombre: Alba.

Cuando levantás la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas, ves a la parturienta que parece dormida. Tiene la piel blanca como papel. Recorrés su cuerpo desnudo dentro de la bañera y tu sonrisa se desdibuja. Todo se tiñe de rojo.

Con la bebé en brazos, el cordón aún latiendo, la placenta dentro de la madre, te acercás a tocarla. Tiembla. Del agua sale un vapor tibio pero su piel está fría como mármol.

La bañera se rebalsa, el agua roja se esparce por toda la habitación y sube por las paredes como una sombra. Todo se vuelve rojo y negro, ni Tarantino hubiera imaginado algo tan cruel.

Tenés que cortar el cordón que sigue latiendo para salir a pedir ayuda. No podés soltar a la criatura que sigue gritando. Tanteas el piso y encontrás como por arte de magia una tijera, lo cortás sin más y le hacés un nudo. Envolvés a la niña y corrés hacia la puerta que emanaba una luz blanca.

Llorás sin parar, empezás a gritar pero solo se escucha silencio. En cada zancada hacia adelante la puerta se aleja cada vez más, sentís cómo te separas de ella, pero no te animás a mirar hacia atrás. En tus brazos, tu hija sigue llorando. Llegás a la puerta y al cruzarla, podes sentir el dolor insoportable del aire llenando tus pulmones, el sol quemándote las pestañas y la voz de él que te dice:

- “Tranquilo, ¿estás bien?”.